Cementerio
Los cementerios son lugares necesarios y su visita, una convención social (¿o religiosa?) elevada a dogma en ciertos días del año. El pasado viernes entramos en uno, en aquel donde ella permanece para el recuerdo de los que nunca pensamos que algún día dejaría de contarnos sus historias entre risas y vocablos peculiares. Fuimos Lalau, el viejo y yo. Fuimos a pararnos frente a su nicho, mirar aquello que la representa y hablarla. Cada uno a nuestra manera, supongo.
Estos lugares nunca me han provocado aprensión, miedo o ninguna sensación más allá de curiosidad, como tantas y tantas cosas en esta vida. El viernes algo cambió. No del todo, no sentí un giro interior traumático ni nada por el estilo, pero si una presión que nunca sabré bien cómo definir. Un escape hacia algún sitio desconocido en el que yo hablaba y nadie contestaba. Yo pensaba, imaginaba, revivía, me autoconvencía, pero lo único que mostraba mi proyector interior era una imagen, una cama y el olor a limpieza cáustica, una persona de tez amarillenta, una constatación de lo que iba a ocurrir en cuestión de horas y nos iba a perseguir durante años.
Para el retorno, nada mejor que esas acciones cuyo carácter rutinario se impone por encima de todo lo demás. Lo hago y me doy la vuelta. Y miro al viejo, busco un resquicio por el que entrever sus pensamientos. No lo encuentro (o no lo hay). Su cara refleja normalidad, sus comentarios, también. Observa como quien se haya ante el último cuadro de una exposición sin interés hasta que entrelaza sus manos por la espalda y avanza: “Vamos a buscar a mi hermana”, comenta sin rastro de emoción en su voz.
Creo empezar a comprender. Tomo el camino de la empatía y pienso en lo que una persona de 84 años entiende por muerte. El paseo por el cementerio anima la reflexión. “Este era primo mío, este me lo cruzaba por la calle muchas veces, este murió joven, este también era primo, aquí está mi hermana, estos tres hermanos murieron antes que sus padres, estos dos son los vecinos, ¿recuerdas a tío Campana, Víctor?…”. Vive (vivía) en un pequeño pueblo extremeño acuciado por el envejecimiento de la población. Antes de morir, mi abuela comentaba en tono de chanza el temor de los sábados: durante una época, cada fin de semana doblaban las campanas para entierro. Tiene que ser difícil acostumbrarse a esa vorágine cuando sabes que el siguiente, en cualquier momento, puedes ser tú. Tiene que ser difícil, o necesario.
Al final del itinerario, el viejo nos señaló un nicho que había vendido para comprar otro al lado del de su esposa. De nuevo, neutralidad. Como si tuviera asumido que pronto tendrá que mudarse.
Paranoid escucha El Resplandor, de Standstill